Con todo mi corazón, para los locos escritores que, como yo, quieren hacer de cada día de su vida una magnífica obra de arte.
Hermes Castañeda Caudana
Capítulo primero
Éste que ves aquí, de rostro redondo, de cabello negro en el que ya se miran algunas canas, frente amplia y surcada por las dudas, de tristes ojos, de nariz grande que sólo rivaliza en llamar la atención con sus labios, carnosos y rojos como los de su madre, las orejas enormes y muy atentas, y la piel, su mapa de viaje adonde quedaron signos de su adolescencia, callada y solitaria, que ahora conviven con los surcos de su edad, que le anuncian, que ya los verdaderamente jóvenes son otros. El cuerpo en un vaivén permanente, entre los kilos menos y sus intentos, de parar de suplir la felicidad con suculencias; su color, de típico mestizo cuya sangre española corre dentro de él, vuelta ya una sola con la herencia totonaca que le legaron David y María, sus abuelos. Ancho de espaldas y de pies alados, que contradijeron muy pronto a las predicciones de los médicos que a su temprana edad decían a su padre, que su hijo más pequeño jamás caminaría. Ésta digo que es la percha del ladrón de libros y aprendiz de poeta, del que cruzó el Atlántico y nunca volvió a ser el mismo. Del discípulo de las más brillantes mentes que han hecho de él un amoroso de Sabines, un inconforme seguidor de Zaratustra, un alumno de Nissán y Krauze, bajo cuya generosa luz descubrió su sentido de existir. Un soñador que no soporta lo mundano aunque conviva con ello, y que junto a sus perros ladra siempre a la luna suplicándole un sosiego que en realidad no desea porque, ¿qué, si no es la rebeldía, constituye el alimento del artista? Cuando parta para siempre de este mundo, llámesele simplemente Hermes, un ser extraño que vivió entre los humanos. Fue libre muchos años y ha permanecido preso algunos más, sin resignarse nunca a la mediocre conformidad, ni a la obligación, ni al tedio. Casi ha perdido la cabeza, ya sea por amor o conveniencia, pero este peligro lo ha hecho fuerte, y más sabio. Vive en la Casa del Cirián, envuelto en acordes de arpas y flautas que junto con el más oloroso incienso, lo acompañan a él, su tequila y su pluma, en el reto inmenso de convocar al ángel, que lo convierte en escritor.
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Capítulo segundo
El ocaso nos sorprendió desnudos. Con la botella de tinto vacía, los platos desiertos de botanas y esos platitos tan primorosos, sin rastros de helado. Las galletas con queso crema se habían esfumado. Todo se lo llevó el ángel que instantes antes nos había tocado la frente. Y nos hizo escribir.
Aquella tarde, Ilda y yo llegamos muy temprano a la casa de Joaquín. El sol bañaba la calle y besaba todavía el verde del jardín de aquella casa a donde nos dimos cita. Por el gusto de vernos, de reunirnos. De sentirnos raros, ajenos a lo mundano. Teníamos ganas de quitarnos los disfraces de los personajes que afuera representamos y, por fin, ser nosotros mismos. Queríamos desnudarnos. Afirmar nuestro pacto literario. Escribir.
Poco a poco, el escenario fue tomando forma. Llegaron uno a uno los invitados y después, en torno a una mesa con copas colmadas de vino, conjuramos a las musas. Abrimos aquellos libros prohibidos a los ojos de los más decentes y nuestras miradas los recorrieron ávidos. Devoraron las frases y, por nuestras bocas, las nacieron de nuevo al mundo, a la vida, a nuestros oídos. Sí, ¡se trataba de frases de amor! Después de la primera ronda de lectura, seguíamos ávidos de sentencias, de verdades. El sol, todavía se reflejaba en el líquido rojizo que cada vez, dentro de la botella que misteriosamente se vaciaba, lucía más transparente, más cristalino, más codiciado. Lo dulce y lo salado acompañaban nuestras ideas, las historias de vida que compartíamos, nuestras emociones. Con hambre, todavía, de letras, decidimos que ya era tiempo de crear. De dar vida a lo que con aquella atmósfera, las palabras y la grata compañía, se gestaba dentro de cada uno. Exigía ser parido. Ya quería nacer. Segundos después el silencio se adueñó de aquel recinto. Los susurros del ángel literario apenas se notaban. El sol daba paso a las primeras sombras de la tarde. Discretas, tenues, temerosas, que apenas se tendían sobre nosotros como un delgado velo. El vino había desaparecido. Habían sido las musas que, borrachas de emociones conducidas a través de las frases y los recursos literarios, pedían más. Estaban engolosinadas. Clamaban al ángel por más tinta. No bastaban los cuadernos para dejar escuchar su voz.
Con avidez, más tarde, nos escuchamos. Nos bebimos unos a otros, nos degustamos. Lo más hermoso brotó de nuestros adentros. Había hecho falta tan solo un poco de alimento y bebida para que fuéramos otros. Nos convertimos en artistas.
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Capítulo tercero
Lupita Calles no llegaba. Se había extraviado junto con “Los caminantes del cielo”, la banda de rock que venía con ella, en algún lugar entre Tepecoacuilco y Huitzuco. Qué conmoción. Qué estrés. Qué agonía. Por eso te pedí que acortaras el tiempo psicológico del público. Que les dijeras algo para que les transcurriera ligero, tenue, suave. Tomaste el micrófono con arrojo. Parecías envalentonada por el más fuerte tequila, pero no, por supuesto que no era así, porque los borrachos no tenemos problemas de escritura. ¡Perdón! Los escritores no tenemos problemas de alcoholismo. Al principio tu voz titubeaba. Temblaba. Tus palabras se asomaban al micrófono y, nuevamente, se ocultaban. Ya todo estaba dispuesto. El público, ¡listo para el disfrute! Los invitados de honor, ¡prestos a la emoción! Los primeros escritores, con los textos autobiográficos listos, alegres, gozosos, saltarines, ¡ávidos de ser leídos! Detrás de tus lentes, el escenario se hizo inmenso, la gente del público se multiplicó, la tarde que ya se retiraba, te regresó a alumbrar para que se hiciera más visible tu timidez. ¿Timidez? ¡Qué va! Si después de las primeras palabras te volviste otra. Creciste. Te transformaste en el pseudónimo que usas cuando escribes: “la fabulosa reina de la noche”. Hablaste de cómo vives la creación literaria, dijiste por qué te apasiona, qué sientes cuando escribes, de qué hablas, cómo te descubriste escritora. Mis ojos se abrían cada vez más, atónitos. Tú te volvías más grande. Ni una sola mirada buscaba otro objetivo que no fuera aquella mujer de cabellos rizados y rostro esplendoroso que mostraba plenitud, arriba del escenario. Tu cara, lucía por completo iluminada. Al verte así, al escucharte, me sentí orgulloso. Recordé los inicios de tu carrera como maestra de matemáticas. Tus pocas ganas, tus pintas, tu “me vale madre todo”.
En tu primer texto te comparaste con el aire, volaste por tu habitación. Entraste en los oídos de quienes absortos te escuchamos leer, nos cautivaste. Nos enamoraste.
Primera prenda fuera. ¿Qué te gusta? ¿La blusa?
En otro escrito memorable, te imaginaste muerta. Miraste lo que te sintieron quienes te aman. Nos hiciste beber de nuestra propia agua de mar. Te atreviste a rebasar el límite de lo real. Te transformaste en personaje literario.
Segunda prenda fuera. ¡El brasier! ¿Estás de acuerdo?
Más adelante tu osada pluma te volvió varón y viviste en la piel de un chico de tu edad, semejante a ti. Excepto en el sexo. Viste con sus ojos y pensaste con su mente, un día común. Construiste tu correlato exacto. No dejaste de ser tú pero te transmutaste en otro, que ya también vivía. Porque lo hiciste verosímil, neto, cierto, de carne y hueso. Como fabrica a sus personajes una escritora de las buenas.
Ya no tenías pantalón. Se había deslizado solito por tus piernas hasta caer al suelo.
En otra ocasión, por primera vez documentaste una cruda. Y te diste el lujo de escribirla en segunda persona y con un inicio que se reitera en el final de la historia, con un fantástico remate. ¡Qué manera de escribir! Nos dejaste mudos, con los ojos pelones. Se nos bajó el efecto de la cafeína de aquella punta del cielo adonde nos habíamos subido. Nos dejaste perplejos. Para ese entonces ya habías nacido muchos textos más. Sin embargo, no mostrabas tu desnudez, en absoluto, a pesar de que ya no te arropaba ni una sola prenda. ¿Sabes por qué? ¿Te diste cuenta cómo tras irte despojando de la ropa que te cubría, al mismo tiempo te ibas vistiendo con recursos literarios que daban maestría a tus textos? No, no los adornaban. Los edificaban. Los hacían. Distintas voces narrativas, escenarios, personajes creíbles, finales sorprendentes y exactos, comienzos in media res, en el centro de la más excitante acción. Sí, ya eres escritora. No lo dudes nunca. Conquistaste al ángel. Es tu amante. Las musas se te desvelan poco a poco. Pronto las verás desnudas. Estate atenta. Mira bien.
Lupita Calles todavía no llegaba. Se había extraviado junto con “Los caminantes del cielo”. Pero ya no había conmoción, ni estrés, ni agonía. No supe lo que pasaría cuando te pedí que acortaras el tiempo psicológico del público. Que les dijeras algo para que les transcurriera ligero, tenue, suave. Con arrojo, tomaste el micrófono. El más fuerte tequila parecía haberte vuelto valiente, temeraria. Al principio tu voz titubeaba. Temblaba. Tus palabras se asomaban al micrófono y, nuevamente, se ocultaban. El público ya estaba listo para el disfrute. Los invitados de honor, ¡prestos a la emoción! Los primeros escritores, con los textos autobiográficos listos, alegres, gozosos, saltarines, ¡ávidos de ser leídos! Detrás de tus lentes, sin darte cuenta cómo, el escenario se hizo pequeño. ¡La gente del público te veía hechizada! La tarde que ya se retiraba, te regresó a alumbrar para que se hiciera más visible tu valor, tu surgimiento. Y entonces comenzaste a hablar.
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Capítulo cuarto
Dagda –que así se llamaba el duende aquel– dio un ágil salto hasta la mesa donde minutos atrás tecleaba con fiereza, en la laptop, el escritor. Ante sus ojos, la brillante pantalla le mostraba el mensaje. Esas líneas lo complacieron. Lo sonrojaron. Lo hicieron feliz. En el mail, la remitente había escrito:
Estimado Hermes,
Estaba leyendo “El ladrón de Libros” y me encontré con el texto sobre el envío de tu trabajo al Premio México Lee... Me puse a pensar que debe de haber pasado algo semejante a las casi 600 personas que han participado de este evento.
Volví a leer tu trabajo y me sigue pareciendo igual de emotivo que la primera vez. ¡Debería haber también una premiación para los trabajos mejor escritos! En breve te estaré enviando mi humilde apreciación.
Un abrazo grande,
Ana
La dicha que Dagda experimentó, sin saber cómo, le trajo el recuerdo de los otros mail de Ana que, embriagado de emoción, leyó para él su amigo el escritor. No hubo premio mejor para ambos, que las palabras de ella alentando al literato en su aventura como tutor de escritura y promotor del amor a los libros.
En ese triunfo –el escritor lo sabía– Dagda fue un actor central porque, ¿quién si no él habría hurtado del olvido de estantes fríos y huérfanos de lectores, los libros que cada tarde disfrutaban tanto leyendo juntos bajo la sombra del Cirián?
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Capítulo quinto y último
Desde la Casa del Cirián, con la brisa del mar de Acapulco llamándome, susurrando mi nombre, hechizándome. (25 de octubre de 2011).
Tan feliz como la primera vez que te leí, Ana, hoy repaso estas líneas que me recuerdan el sentido que tuvo para mí durante tanto tiempo publicar en un periódico. Entre sus páginas, el olor a tinta y a papel recién nacido como diario por la imprenta, me devolvían cada lunes, miércoles y sábado, las palabras que un día antes había enviado con un click –tras horas de arduo trabajo de edición–, a Yeni Marchán y al señor Pliego, amigos periodistas que impulsaron con desinterés y persistencia éste, mi esfuerzo, de que las palabras surgidas por la red de locos escritores que cada vez se hizo más grande, trascendieran el espacio del aula, del cuaderno, de la memoria de la compu, y volaran allá, adonde hicieran falta, adonde fueran acogidas y colocadas junto a las emociones y experiencia de un lector. Sin embargo, un correo que fue la antítesis de los tuyos me anunció la desgracia: a partir de ese día dejarían de publicarme. Así, sin más. Me acordé del padre de Ángeles Mastretta, a quien nadie dio nunca las gracias bien dadas por publicar aquella columna que con absoluta devoción escribía cada domingo. A mí, no tan solo nadie me daba las gracias. Alguien que jugó a sentirse poderoso, sencillamente me botó junto con mis ilusiones y las de muchos amantes de las palabras más, porque lo que podíamos ofrecer ya no le era grato, ya no encajaba con el tipo de “producto” que había que venderle a los clientes. Mi trabajo y el de tantos escritores más, ya no le servía. Me deprimí durante un mes. Se me impregnó la rabia en el rostro y me robó la sonrisa. El enojo se coló a mis sueños y me quitó el sosiego de las madrugadas. Intenté escribir sobre estas emociones y fallé. No estaba listo. No podía. Y decidí dejarlo para después. Te platico esto, porque sé que a ti te importa. Has prestado atención a lo que impulso y me apasiona. Me has tocado con la dicha de sentirme menos solo. Menos incomprendido.
¿Te conté cómo empezó todo este periplo? No recuerdo con exactitud dónde puse los límites a mi narración, en aquel texto que envié a última hora para participar en México Lee. La odisea comenzó hace tres años. Cuando junto a otros colegas iniciamos a publicar ensayos breves en “La Educación a debate”. Con el tiempo, empecé a enfocarme en el trabajo con textos autobiográficos y, de repente un día, me di cuenta que ya todo, también los ensayos, los estábamos escribiendo desde la autobiografía, junto con los estudiantes de los grupos adonde he impartido talleres de creación literaria. A nosotros se unían otros escritores, en esta misma sintonía de escribir a partir de ellos mismos. Escribientes de su propia vida. ¿O fuimos nosotros quienes nos unimos a ellos? De pronto, escritores de aquí y allá, conectados en la internet, nos regalábamos historias que provocaban llanto, dicha, regocijo y dolor en "Escribir nuestra vida", la columna que surgió ante nuestra apremiante urgencia de escribir(nos). Así, nos recordábamos mutuamente que no estamos tan solos. Que siempre hay alguien a quien le importa nuestra vida, para algo más que para hacerla pedazos. Antes de este espacio, yo había nacido a mi ladrón de libros, columna literaria con recomendaciones de libros y escritores, de la que ahora continúa su legado en su blog homónimo. Qué bueno que me lees ahí, Ana. Qué bueno que nos lees adonde sea.
Hubo otros atisbos de creatividad y proposiciones. Como cuando junto a Beto Castrejón y Luis Miguel Nava, creamos “Entre el barro y la espinilla”. Esta columna se publicó durante varios meses, en los que los jóvenes literatos compartieron historias, escribieron cuentos, se vistieron de literatura y se adentraron en el mundo de los adolescentes. Así también, en “Poemario”, otra sección del diario que albergó durante mucho tiempo mis mejores sueños, me sentí poeta y, junto a otros artistas, hablé de amores y desamores, de dudas, tropiezos, lágrimas y desilusiones. Renací mi esperanza a la vida y reviví. Pero ninguno de estos espacios, hoy, huele a tinta. Todavía siento tanta tristeza que las puertas de ese periódico, al que mostré tanta lealtad a cambio de la sola gratificación de ver los textos publicados, se hayan cerrado en mi cara. Cómo me dolió haber sentido que lo que hacía era tan importante y que, para otros, resultara prescindible.
Pero aquí estoy de vuelta. Optimista. Contento. Feliz. Mañana parto hacia Acapulco. He sido invitado a compartir con docentes y futuros maestros de la Escuela Secundaria, mi experiencia como conductor de talleres de creación literaria. Hace algunos minutos, he terminado las líneas que quiero leerles, compartirles. Espero puedas leerlas y me des tu punto de vista. ¿Crees que les gustará lo que escribí? Quise hacerlo como lo que soy en esencia, un escritor y no un maestro de lengua. A través de diferentes instantáneas de mi experiencia en este oficio, quise decirles que quien enseña a escribir debe hacerlo en primer lugar. También, que se escribe mejor con otros y en un entorno agradable, como el de las tertulias literarias. Esa hermosa tradición que heredamos de los antiguos griegos. Hacer arte en compañía de exquisita comida y bebida, que acompaña la amistad, que nos devuelve a la esencia de la literatura, que es vivir una experiencia, no transmitir un conocimiento. Por eso también, les hablé de ese momento en que jóvenes creadores publican ante otros sus textos pulidos, que primero surgieron en una tertulia, como esa, en que borrachos de emoción y de palabras, dimos vida a textos sobre el amor, a partir de frases que leímos en un par de libros generosos y, para algunos, prohibidos. Además, quise mostrarles cómo nace una escritora, cómo se forja y cómo ésta, por primera vez, se mira, se asume como tal. Eso me llevó a hablarles de Ixchel, y el encuentro consigo misma que ella comparte ante el público, sobre un escenario en el que poco a poco, se adueña de las palabras como antes éstas se adueñaron de ella.
¿Sabes, Ana? Si hoy tuviera la oportunidad de elegir de entre todo lo que quiero compartir mañana en Acapulco, sería invitar a los jóvenes y colegas profesores, a que se den la oportunidad de vivir la experiencia de la literatura. Que permitan que lo que tengan que decir al mundo, surja. Y si esto lo hacen acompañados, será más grato. En su aventura, la mano de un mentor que también sepa cómo se siente la experiencia de escribir, les mostrará el sendero y les dará las herramientas necesarias para llegar a ser mejores, para perfeccionar su arte, para aprender el oficio.
Poco a poco, cada uno se irá dando cuenta qué necesita para invocar a la musa, qué le gusta a su ángel literario, para que una y otro siempre lo acompañen, y no se separen de él nunca más.
Pero todo esto, cada uno tiene que vivirlo para hallarle sentido.
Tú lo sabes porque eres escritora. Yo lo sé, porque quiero serlo.
Lo saben mis locos amigos escritores de cualquier parte, porque lo viven, lo sienten.
Ojalá que mis palabras encuentren respuesta.
Ojalá que mañana les endulce los oídos a los estudiantes y maestros, allá en el bello puerto donde de joven me enamoré perdidamente, y cuando caminen descalzos por la playa y miren la voluptuosidad de las olas, acuda a su mente un poema. Ojalá que de sus sueños cobijados bajo la noche estrellada de este paraíso, hoy teñido de miedo, surjan los textos que nos ayuden a sentir que todavía, podemos hacer algo desde el arte y las palabras, para tener un mundo mejor.
Ojalá.
Tuyo,
Hermes.